Sonó el despertador, ese odioso momento enemigo de los sueños más bellos, querría no volver a tener que oírlo jamás. Miré al techo y, detrás del cristal de la ventana cenital, un círculo de plata iluminaba la oscuridad de la noche. El alba aún no llegaba. La luna, en lo más alto, resplandecía orgullosa como si estuviera desafiando a Apolo a no amanecer ese día. Seguí con la mirada los rayos plateados que caían desde la ventana hasta mi cama y, tumbado como estaba, con el brazo extendido, y la cabeza girada, miré mi mano.
Débilmente moví los dedos cambiando las sombras que proyectaban. Cerré y abrí la mano como si de un ejercicio de calentamiento se tratara y en el último cierre, apreté con fuerza los dedos contra la línea de la vida dibujada en la palma. En ese momento, toda la energía se acumuló en mis músculos, como si estuvieran imbuidos de una fuerza superior, divina, y fueran a salir del letargo con una explosión de vitalidad. Extendí el brazo y apagué la alarma. Me volví a dormir.
viernes, septiembre 11, 2009
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